El mundo ha cambiado mucho… O no.

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Llevo ya varios meses buscando alguna serie que me enganchara entre la inmensa oferta que hay hoy en día, que me dejara con ansias de ver un capítulo tras otro, que me hiciera pensar en ella incluso cuando no estaba viéndola. Pues bien, desgraciadamente no la encontré. Y como me harté de buscar, decidí volver a los básicos, a mi serie favorita de todos los tiempos: Mad Men.

Para los que no hayáis visto esta maravilla (que no sé qué hacéis que no la habéis visto), trata sobre una agencia de publicidad de Nueva York de los años 60 y su director creativo Donald Draper (Jon Hamm), un ser tan intimista como ocurrente, encantador y odioso a partes iguales. Es uno de los mejores personajes que se han creado hasta la fecha, pero ahora que he vuelto a ver la serie por segunda vez, no es él el que me llama la atención, sino su maravillosa y frustrada mujer: Betty Draper (January Jones).

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Ella es una preciosa (en serio, asusta que exista en este mundo una cara tan perfecta) ex-modelo, reconvertida en un ama de casa aburrida e infeliz. Una mujer criada para ser guapa, encontrar marido, tener hijos y… Y ya. Porque ahí parecía que acababa el cometido de muchas mujeres de la época, la realización más grande se encontraba en el matrimonio y la maternidad, en cuidar de tu familia. Ella vive en una casa ideal, con dos niños ideales y un marido (en apariencia) perfecto. Betty y Don encarnan esa pareja que ves y dices «quiero ser como vosotros». Los actores están tan bien escogidos y el ambiente tan bien recreado que verdaderamente hasta yo llegué a sentir eso, aun a sabiendas de que lo se representaba ahí más bien era lo contrario: frustración e infelicidad.

Betty Draper fue criada para ser esposa y madre, sin querer serlo. Y cuando poco a poco se da cuenta de que le han vendido una mentira, de que ese mundo tan perfecto no tiene por qué funcionarle a todo el mundo, de que no ha decidido nada sobre su vida, empieza a tener comportamientos verdaderamente incoherentes. Un duelo absoluto entre las ansias de rebeldía y el castigo a sí misma por no estar contenta con lo que tiene y supuestamente había deseado.

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Yo aún no tengo hijos, y la verdad, en los últimos días he estado pensando mucho en ese «aún», que parece que lleva implícito que los tendré en algún momento de mi vida, cuando mi instinto maternal jamás ha sido especialmente boyante. No digo que no me atraiga en absoluto la idea, pero me da miedo la posibilidad de acabar como Betty, frustrada por haber acabado viviendo un modo de vida para el que no estaba en absoluto hecha y dándome cuenta de ello cuando ya es demasiado tarde para escapar. Y no, hoy en día no ha cambiado tanto la situación. Antes se esperaba de ti que fueses la madre y la esposa perfecta, ahora se espera que seas lo mismo y que encima tengas una carrera profesional boyante. 

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Me hace gracia lo mucho que presume la gente de cómo han cambiado los tiempos, de cómo hoy en día las mujeres tenemos muchas más opciones. Pero estas mismas personas son las mismas que después te preguntan cada semana que cuándo te casas, que ya puedes darte prisa si quieres tener los hijos joven, que se te va a pasar el arroz. Por poneros en mi situación, yo conocí a mi pareja en mi trabajo, y a los pocos meses le destinaron a trabajar fuera. Desde entonces, no hay semana que me pregunten que cuándo va a volver a España y que para cuándo la boda. Personas con las que no tengo confianza (y aunque la tuviera) han llegado a decirme que si le vuelven a mandar fuera que debería plantearme casarme y pedir una excedencia para acompañarle y para tener hijos, y que si tengo que sacrificar mi carrera profesional por ello pues es lo que toca, porque él gana más. Os lo juro. Textualmente. Y estamos en 2020.

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Cuando me soltaron semejante perla no sabía por qué sentirme más indignada, por la falta de vergüenza que tiene la gente para meterse en tu vida, o porque hoy en día siga habiendo gente que dé por hecho que, puestos a sacrificar una carrera laboral por la familia, tenga que ser sin asomo de duda la de la mujer. Lo mejor de todo esto es que a mi novio jamás se le ha pasado por la cabeza pedirme tal cosa, y cuando le conté esto me dijo que ni excedencias ni leches, ya veríamos lo que hacíamos si se diera el caso, y que si tenía que decir que no a volverse a ir fuera, lo decía, y tan ricamente. Y lo más gracioso: las mismas personas que me dan este tipo de pseudo-asesorías matrimoniales le han tachado innumerables veces de ser demasiado conservador, tradicional, cerrado. Las mismas personas. Increíble.

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Admito que yo misma me dejé llevar por estas presiones, me he comido innumerables veces la cabeza preguntándome si no estaré perdiendo el tiempo al lado de una persona que no sé si va a volver, que es demasiado mayor para mí. Me he imaginado mi supuesta boda inminente y mis supuestos hijos cuando ni siquiera sé si ni yo ni mi pareja queremos tenerlos, dando por hecho que tiene que suceder todo ya, en cuanto vuelva, antes de que se haga tarde, que solo me faltó recibirle en el aeropuerto con el cura y el vestido blanco,  no fuese a ser que se me escapase.

Afortunadamente, este lapsus me duró poco, porque como me ha pasado muchas veces en la vida, solo me ha hecho falta que alguien me persiga con insistencia para hacer algo para plantearme verdaderamente si quiero hacerlo. Y la realidad es que no lo he decidido, que no lo tengo en absoluto claro y que, al contrario de lo que pensaba, soy feliz en esa incertidumbre. Porque más allá de correr por aquello que no he alcanzado, prefiero detenerme y disfrutar de lo que sí tengo: amor y, sobre todo, libertad.

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