Y a su barco le llamó LIBERTAD.

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Tras unas cuantas semanas de inactividad imperdonable considerando la recién apertura del blog, intentaré no quizás disculparme, pero sí justificarme comunicando mi también recién estrenada independencia. Después de unos prolongados meses de frustración inmobiliaria, entre todos los cuchitriles claramente sobrevalorados que Idealista ofrece en Madrid, encontré mi dulce morada, a la cual he estado adaptándome desde la última vez que di señales de vida en este blog.

Yo nací en un barrio del norte de la capital, y a los pocos años me fui a vivir a una de esas protociudades de periferia, de las que la gente cuando oye hablar pone la misma cara que si les dijeses que vas y vienes a Madrid cada día desde Ponferrada, aunque realmente estés a 20 minutos contados desde el puto centro.

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No fue un mal lugar para crecer, sí quizás con cierta tendencia al aburrimiento supino. En este tipo de localidades tienes la ventajas de la tranquilidad y la comodidad de poder ir a cualquier sitio a pie, compitiendo directamente con los atascos al centro y el cierre sistemático de cualquier tienda, restaurante o bar que tenga un mínimo de gusto.

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Ejemplo de lugar que la gente cree que habitas cuando dices que vives en la periferia.

No es que yo necesite barrios hipsters y mercados de cereales orgánicos a granel para sobrevivir, y respeto y entiendo las razones que llevaron a mis padres en su momento a alejarse del centro para ampliar sus alas (y sus ladrillos) en la periferia, pero cuando llevas desde los 5 años viviendo en un mismo lugar, este termina por convertirse en un agujero negro que te agobia y no te permite respirar. Mi vida fue evolucionando, y cuando me quise dar cuenta, mi trabajo, mis amigos, mis bares, mis restaurantes, mis tiendas y mis lugares favoritos habían recogido sus hatillos de extrarradio para expandirse por la urbe española por excelencia. Solo quedaba yo por hacer las maletas, y es precisamente lo que hice.

No creo que sea necesario enumerar todas y cada una de las ventajas que conlleva el vivir solo. Tus horarios, tu decoración, tus comidas, tu espacio… El dinero que sale cada día de tu único y solitario bolsillo terminas por ahorrártelo en salud mental. Claro que además del punto (importante, por mucho que odie admitirlo) de la economía, las moradas unipersonales tienen alguna que otra flaqueza: acabas por hablar mucho solo, y… y… Y nada. Lo siento, será la euforia de los primeros meses, pero no consigo encontrarle más inconvenientes a esta comodísima situación. Además, yo he hablado sola de toda la vida. Defectos de fábrica. Y siempre y cuando no acabe manteniendo relaciones sexuales con una pelota de voleibol en una versión claramente retorcida de Tom Hanks en «Náufrago», creo que es algo con lo que puedo convivir.

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Independencia… Bonita palabra. ¿Siendo capaces de vivir solos, de viajar solos, de limpiar, cocinar, comer, dormir, cantar, reír solos, podemos realmente estar solos? La diferencia entre soledad e independencia, ¿radica únicamente en una cuestión de pura voluntad? ¿Y si al final la palabra no es estar, sino sentirse solo? Si queréis mi opinión (y si no la queréis también, que para algo soy la dueña de este sitio), no se trata de elegir entre el ostracismo y la necesidad absoluta de estar rodeado de seres humanos. Es algo tan sencillo como disfrutar de uno mismo, de no agobiarse ante la perspectiva de pasar un día sin más compañía que tu sombra, de encontrar tus propias pasiones y aprovecharlas al máximo, de no renunciar a tus principios y tu bienestar por otra persona si no estás plenamente convencido de una causa que lo justifique, de mirarte al espejo y gustarte, de tener opiniones  y sentirte a gusto expresándolas, sin por ello dejar de prestar atención a las ajenas. Eso, amigos míos, es difícil de conseguir. Yo al menos estoy aún en ello.